quinta-feira, 15 de março de 2012

La vida como guardaparques: En busca de un mundo feliz


   Encarna las fantasías de muchos de nosotros, bichos urbanos: vive en lugares donde la naturaleza esta apenas domesticada y la geografía borra cualquier signo de estrés. ¿Es el mejor trabajo del mundo? fuimos al Parque Nacional Los Alerces para averiguarlo. 

En 1932, Aldous Huxley publicaba Un mundo feliz. Faltaban varios años para que el genial enfant terrible inglés probara mezcalina, escribiera Las puertas de la percepción [ pdf ] y se convirtiera en inspirador de Jim Morrison. En ese entonces -días de la gran depresión, la Década Infame, la París del exilio intelectual-, Huxley imagina un mundo tecnologizado en el que los hombres viven anestesiados a base de soma -qué gran anticipo del Rivotril-, sexo y deportes; no hace falta procrear ni organizarse en familia, pues estos niños son probeta y se educan con hipnosis nocturna. Un mundo feliz en el que sólo algunas áreas han quedado aisladas como reservas salvajes, espacios naturales que recuerdan cómo era la humanidad antes de que la tecnología y la pastilla mágica los hiciera tan felices.

Novela que me noqueó a los 15 y que ahora vuelve a mi cabeza como hipertexto mientras la camioneta avanza por la Ruta 71, que divide las aguas del Parque Nacional Los Alerces . De un lado, el bosque cordillerano de lengas y cohiues; del otro, el azul metalizado del lago Futalaufquen.

- Este es el lugar horrible en el que vivimos.

Dice Marcelo Cora. Sonreímos, aunque la ironía nos cause menos gracia que envidia. Marcelo, de todos modos, es tan citadino como la fotógrafa y yo: sabe bien lo que es el microcentro un lunes a las 10 de la mañana o la 9 de Julio un viernes a las 6, pero después de algunos años de dar vueltas por diferentes despachos y ámbitos gubernamentales le tocó, como encargado de la comunicación del Parque, pasar este último verano en una casita de madera con jardín y vista a las montañas.

- ¿Ven ese velero que está ahí?

El lago se ve grande y brillante, demasiado calmo para tanta agua; y el barco es sólo un punto blanco que aparece y desaparece entre los árboles que bordean la costa.

- El que está navegando es Pereyra, el intendente del Parque. Esta semana se tomó vacaciones.

Imagino a Pereyra sentado en la popa de su barquito, una mano en el timón y la otra con un porrón de cerveza. No está nada mal mi vida, debe estar pensando Pereyra, mientras sigue, tranquilo, al compás de las olas que peinan una superficie de 4.500 hectáreas, se unen con el río Arrayanes -un río de cuento color esmeralda y árboles enroscados en su lecho- y terminan en Lago Verde.

¿Serán felices los guardaparques? ¿Tendrán el mejor trabajo del mundo? ¿Vivirán en el verdadero mundo feliz?

Javier luce impecable. Su uniforme está limpio y planchado, casi huele a suavizante (y acá dicen que siempre es así). Que él es el modelo de guardaparque, que suele tener la papeleta de infracciones siempre a mano y que nunca anda sin el sombrero reglamentario. Es que sin sombrero no se es guardaparque. Por eso, cuando le dieron uno demasiado grande para su cabeza de pelo rubio cortado al ras, lo devolvió y se compró uno de su talla, previendo que el Estado no estaba muy apurado en reparar el error de las medidas. Javier Montbrun, que nació en Córdoba, fue boy scout, descendiente lejanísimo de un general de Napoléon, que solía andar a caballo en el campo de su abuelo y quería ser veterinario, entró a la escuela de guardaparques a los 25 años, algo cansado de trabajar como tasador con su viejo. Le gustaban los animales, estar al aire libre, pescar. Por eso, cuando terminó el curso de guardaparque en Tucumán, pidió que lo mandaran al parque nacional Los Glaciares. Lo entusiasmaba la idea de esquiar, recorrer el hielo, conocer la estepa profunda, probar con una geografía complicada. Lo mandaron al sur, sí, pero se pasó la mayor parte de los siete años en la pasarela del Perito Moreno, cuidando que ningún turista caminara por donde no debía, y esas cosas.

Mientras la distopía de Huxley circulaba por Europa, el famoso Exequiel Bustillo, el primer director de Parques Nacionales, creaba el de Los Alerces, junto con otros cuatro más, y a imagen y semejanza de los de los Estados Unidos y Canadá, cuya premisa era "una naturaleza controlada ligeramente salvaje". Bustillo quería que se preservaran los bosques, los lagos, la fauna, pero también que rindieran: ya en ese entonces, el turismo era un dulce irresistible ( "Proteger los Parques Nacionales de todo cuanto pudiese alterar la continuidad de sus condiciones naturales o disminuir su eficiencia como expresión de belleza [.] Estimular su frecuentación a través del desarrollo del turismo, actividad capaz de generar crecientes recursos económicos", argumentaba en 1934).

Y los turistas llegan, de a miles -cerca de 200 mil al año, un 80 por ciento argentinos-, desesperados por saber de qué se trata la naturaleza, cómo es dormir sobre la tierra o preparar fideos sobre el fuego. Quieren experimentar la felicidad de ser primitivos.

- Los que entran al cuerpo para estar solos y aislados, se pegan la cabeza contra la pared.

- ¿Qué?

- Que a nosotros nos forman para cuidar al turista, para enseñarle a convivir con la naturaleza, para que no tiren un pañal sucio al agua. Somos como docentes de primaria.

Grita Javier. Grita porque estamos en una lancha rumbo a Playa Blanca y él está parado en la proa como una Victoria de Samotracia; el viento le pega en la cara y apenas oímos lo que dice. Justo hoy le tocó una tarea algo más emocionante que multar pescadores sin permiso o apagarles la excitación a los visitantes que se pasan de Tetra Brick y desafinan algún tema de La Renga a las cuatro de la mañana. Le acaban de avisar por radio que un turista salió rumbo al Krüger sin registrarse en la oficina de guardaparques. La caminata a ese parque nacional lleva unas diez horas hasta Playa Blanca, parada obligada, y luego otras cinco hasta destino. Nadie puede salir sin registrarse ni pedir autorización. Pero parece que un alemán lo hizo, y vamos en busca de él.


No es el desembarco de Normandía y lo más amenazante de esta playa de arena finita son las chaquetas amarillas, unas avispas carnívoras importadas de Europa que se hicieron plaga y pueden mandarte al hospital con un ataque de alergia. Pero Javier se mueve como si estuviéramos en una misión de alto riesgo. Quizás exagera un poco para impresionar a dos chicas urbanas como nosotras, que se ponen repelente como si fuera crema humectante. Inspecciona la zona, se mete por una huella, le pregunta a una parejita de porteños si no vieron a un gringo, la parejita dice que no pero se queja, de paso, de que hay muchas colillas de cigarrillos en la picada, que la gente es muy sucia, sí, es muy sucia, responde Javier, y sigue en busca del gringo rebelde que, de pronto, aparece detrás de unos arbustos como si nada, y pone cara de extranjero desorientado cuando Javier se le acerca con su uniforme impecable, planchado, casi con olor a suavizante, y le pide sus datos. De dónde habrá salido este tipo, debe de estar pensando el alemán, que se llama Werner y tiene una remera roja con una oración del Gauchito Gil en su espalda.

- Do you understand?

Werner algo entiende de lo que le dice Javier. Entiende que debió registrarse en la oficina, y entiende que le van a hacer una multa vía el consulado, y que todo esto es para protegerlo. El que no entiende mucho cómo se escribe la dirección de Werner es Javier.

- Yes, Munich, yes, but your address?

Y así estamos un rato largo, porque la calle donde vive Werner tiene miles de consonantes y es imposible escribirla, así que Javier le cede a Werner la lapicera y él mismo la escribe. Y finalmente despedimos al "gringo", que vuelve por donde apareció para retomar el camino de vuelta. Nos sonríe. Estará pensando: "de dónde habrá salido toda esta gente que me vino a multar en el culo del mundo".

De regreso a su casa en Bahía Rosales -una cabaña de madera sobre una ladera que balconea al lago-, Javier dice que, a pesar de todo, le gusta la tarea de docencia al turista, de educación al ciudadano. En su pequeño living tiene varios libros de Wilbur Smith, su escritor favorito, y uno de Quiroga que le regalaron hace poco, pero que todavía no leyó. También está su suegro, alguna vez cazador y pescador furtivo, y que ahora se pasó, a la fuerza, al lado de los buenos, de los conservacionistas.

- ¿Así que vieron otro huemul? -le pregunta a su yerno mientras ceba mate.

- Sí, cerca de río Arrayanes.

Javier también está a cargo del registro de huemules, especie protegida del parque. En la ventana de su escritorio tiene post it pegados con fechas y lugares en donde se vieron a estos pequeños ciervos en extinción. De marzo a abril, cuando todavía no hace mucho frío, sale a caballo en busca de alguno para completar sus anotaciones. Y en esas recorridas quizá cace algún jabalí. Le gusta cazar ("sólo las especies permitidas, claro"); también pescar y bucear en los poco meses que el clima lo deja. Después viene el invierno, la nieve, y ahí sí la soledad, la compra en el supermercado una vez por mes, las tareas de reparación, arreglar un techo, un grupo electrógeno, el motor de la lancha, el trabajo de papeleo, la nieve, el frío, el frío, el frío.

- ¿Tenés el mejor trabajo del mundo?

- No siempre. Cuando te dejan meses sin camioneta y sólo podés moverte a caballo y no ves a tu mujer por varios días porque se quedó en la ciudad trabajando y se rompió el grupo electrógeno y no tenés agua caliente para bañarte. A veces no es el mejor trabajo del mundo, pero es el que más me gusta.

- Si tuvieras que elegir un lugar para irte de vacaciones, ¿adónde irías?

- A una playa en Brasil quiero un lugar donde haga calor y no tenga que estar todo el día vestido.

Dice, y se vuelve a poner el sombrero para hacer la recorrida y enseñarles a los bárbaros que vienen de la civilización con fantasías de vida en la naturaleza, que las botellas de plástico van a los tachos de basura y la colillas al bolsillo.


"Soy consciente de que vivo en un lugar de puta madre pero a la vez me acostumbré." Sebastián Valle podría ser la antítesis de Javier. Le dicen el hippie. En vez de sombrero reglamentario, suele llevar el pelo largo atado con una colita debajo de una gorra; no hace la recorrida del lago Rivadavia en lancha, sino en kayak, y le cuesta sacar la libreta de infracciones cuando algún visitante no cumple las reglas: prefiere la vía didáctica. La parte de su trabajo que menos lo entusiasma es la vigilancia y el control. Tiene mucho más de aventurero que de sheriff, y de ahí su historia: un chico de Belgrano que los fines de semana se levantaba temprano para ir a pescar con su papá; un chico de Belgrano que, en vez de seguir una profesión liberal como se esperaba de él, a los 18 anuncia que quiere ser guardaparques, y recibe como respuesta un resignado "vas a ser empleado toda tu vida"; un chico de Belgrano que para pagarse los estudios de turismo limpia alfombras en el Alvear Palace Hotel y que en unas vacaciones en Bariloche se enamora de una chica, Verónica, con quien decide dejar todo y venirse al Sur.

"Era 2002, poscrisis, teníamos una hija chiquita, no había un peso y nos mandamos de voluntarios -cuenta-. Cuando llegamos nos dijeron que no había un puesto para mí, pero que podía instalarme en una casa en la Puerta Norte. Nos pagaban 200 pesos por mes y, para no morirnos de hambre, plantábamos tomates y pepinos." Cuando llegó el momento de aplicar para entrar al cuerpo de guardaparques, lo rebotaron en el test psicológico. "Al año siguiente volví a presentarme y me aceptaron, y yo creo que psicológicamente no había cambiado nada", se acuerda Sebastián y se ríe. Así fue como terminó a cargo del Rivadavia, la zona más agreste del Parque, en una cabaña de madera en la que vive con sus tres hijos (Laurita de 10 años, experta en pesca con mosca, y los mellizos Santiago e Ignacio, de 7), su mujer, que trabaja como guía de pinturas rupestres en Cholila, sus dos perros, su caballo, algunas gallinas; vive sin gas, sin heladera, con sólo tres horas de electricidad al día, un galpón en el que hacha la leña de cada día, casi cinco meses de nieve y algunas semanas de soledad, cuando su familia se va a Buenos Aires y sus hijos se desesperan por ir al cine, comer en McDonald's o ver tele tres horas seguidas en la casa de sus abuelos. "Al principio me gusta quedarme solo, tener tiempo para leer, disfruto del silencio o me junto con los lugareños y cocino bagna cauda. Pero después empiezo a extrañar sus vocecitas", cuenta mientras nos guía por un bosque de cohiues que bordea un arroyo.

- Es acá, este es mi santuario, mi templo sagrado.

Si hubiera sol no sería más perfecto. El bosque termina en una playa y ahí está el lago color acero, con la superficie vaporosa por la bruma y el sonido del chorrillo que desemboca a pocos metros. "Las hualas hacen sus nidos en la boca del río, las veo cuando bajo con el kayak. su canto es como un lamento", dice, y las imita. Ahhhhh, suspiramos nosotras, y nos sentimos personajes de El Señor de los anillos protegidas por Aragorn. Hasta que un par de chicos aparecen de la nada para cortar la escena. Uno de ellos lleva bermudas escocesas, zapatillas con medias fosforescentes y un perro raza perruna sin correa.

- No se puede andar con perros sueltos por la senda, necesitás una correa -le dice Sebastián, con cierto tono pedagógico que mantiene el fastidio a raya.

- Pero Pichuqui se porta bien, mirá Pichuqui, sit, Pichuqui, stop.

Pichuqui no parece responder a su dueño, prefiere mordisquear una rama de lenga y ladrarles a los pájaros. Pichuqui, que debe vivir en departamento, está enloquecido con tanta naturaleza a su disposición.

- Muy lindo, pero la próxima vez que salgas con Pichuqui, llevalo ataduqui.

Después de hacer la recorrida por el camping del Rivadavia -juntar basura, controlar que no se haga fuego donde no se debe, chequear que los motorhomes estacionen en los lugares habilitados, esas cosas-, Sebastián hacha un poco de leña para que Verónica caliente la cocina económica. Es la hora de la leche, y dentro de unos minutos el humo va a empezar a salir de la chimenea de la cabaña y el sol va a asomar por detrás de las montañas y va a iluminar el jardín con frutillas silvestres que desembocan en un muelle y el mundo va a parecer perfecto, feliz.

- ¿Sentís que éste es el mejor trabajo del mundo?

- Si te pagan por lo que amás hacer, es el mejor trabajo del mundo, ¿no?

- ¿No lo cambiarías por ningún otro?

- Mmm. creo que si tuviera internet, no me iría más de acá. Pero sólo si tuviera internet.

Por Fernanda Nicolini
Fotos de Vera Rosemberg




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