Las botas lustradas. El polo blanco como el nevado Huandoy. El
pantalón, la casaca, el sombrero, la sonrisa. Domingo Zamudio tiene
todo listo para añadir un día más a sus 15 años como guardaparque del
sector Llanganuco, el más transitado del ancashino Parque Nacional
Huascarán desde que el Pastoruri empezó a morir. Domingo ve que el
Huascarán podría tomar el mismo camino en unos años, aunque
felizmente, cree, aún faltan muchos. Prefiere no pensar en eso y
vuelve a acomodar la sonrisa en su lugar.
Como él, la sonrisa debe trabajar a tiempo completo, incluso cuando la
tarea no es atender a los viajeros, sino enfrentar sin armamento a los
cazadores de venados o incluso a traficantes de hielo.
“Ahora quieren usar el hielo de los nevados para hacer raspadillas
porque es más puro”, dice Domingo. Se pone triste. Él nació en Musho,
un pueblito en las faldas del Huascarán, el que le ha provisto de agua
y vida. Por eso se encarga de explicarle a cada viajero que llega a
Llanganuco lo inteligente que es cuidar nuestros nevados.
ARRIESGADO OFICIO
Domingo trabaja con dos guardaparques más, con los que hacen
operaciones alrededor de su zona en busca de taladores de quenuales,
de algún pescador informal o de mineros ilegales de carbón. Muchos de
ellos usan armas ya que saben que los guardaparques no cuentan con
ellas.
“Los peligros que enfrentamos los 33 guardaparques del Huascarán son
innumerables”, señala Domingo y recuerda cuando trabajaba en el puesto
de control de Carpa, al ingreso de Pastoruri. El año pasado murió uno
de ellos por un ataque de abigeos. En una esquina de la caseta hay una
cruz que hace recordar su heroicidad.
En esa caseta ahora está Máximo Gonzales, el más veterano de los
guardaparques. Trabaja de guardaparque hace 21 años.
Acostumbrado a la soledad, Máximo no habla demasiado. “He pasado por
las 13 casetas de control que hay en las 340 mil hectáreas que hay en
este parque”, empieza su abrumador currículo.
Recorre en moto esta agreste zona de Catac para atrapar a los
cazadores furtivos de vicuñas y tarucas que alegran el lugar. “He
decomisado seis veces armamento para que la policía se los devolviera
y se rieran de nosotros”, dice decepcionado.
Cree que un curso de entrenamiento en armas podría ser la solución
para cuidar mejor el Huascarán. Sabe que esta falta de implementos
atraviesa a las 73 áreas protegidas. Son las 6 a.m. y la temperatura
es de cero grados. Por ahora se abriga, calienta el agua para
desayunar y sale de nuevo al parque; los pocos viajeros que llegan al
Pastoruri ya deben estar por llegar.
“El guardaparque siempre va a enfrentarse al peligro para salvar
nuestros recursos, hay que arriesgarse en este trabajo. Yo ya perdí el
miedo”, afirma Domingo. Porque no hay que tener miedo para ser un
guardián del hielo en este ardiente y perverso reino.
Fuente: Diario El Comercio.
Antonio Tovar Narváez
Facultad de Ciencias Forestales
Universidad Nacional Agraria La Molina